por Ethel Barylka
Siguiendo la tradición familiar, cuando mi marido es llamado a la Torá, tanto mi hijo como yo nos ponemos de pie y así permanecemos durante la lectura hasta que concluyen las bendiciones que habitualmente suele hacer a quien incumbe convocar a los llamados a subir a la lectura. Con el tiempo esas bendiciones, se realizan a gran velocidad y las más de las veces de manera automática y despersonalizada, leyendo el texto y también los nombres de las personas que están registradas en un tarjetero. Las pocas excepciones son cuando se trata de visitantes o de un evento especial, como un nacimiento, una boda, un bar mitzvá, o un cambio de domicilio. ¿Será consciente el bedel encargado del privilegio que tiene en sus manos, mejor dicho, en sus labios? ¿Se da cuenta que está invocando una bendición a través de sus palabras?
¿No deseamos que cada aliá a la Torá un evento único y significativo?
Tal vez el hecho que no sea para mí un evento común – he sido llamada a la Torá muy pocas veces en mi vida en el marco de grupos de plegarias entre mujeres – me lleve a pensar en cosas que quien está acostumbrado no lo hace…
El tema de la automatización de la plegaria, y en general de todo el ritual, lo vacía de su esencia, alejándonos del verdadero sentido y espíritu de las cosas, convirtiendo nuestros actos en «gesticulaciones» exteriores. Incluso, para ganar tiempo en muchas sinagogas se elevan plegarias por las personas enfermas, pero no se las nombra.
Tal vez por eso, cuando el Shabat pasado mi marido fue llamado a la Torá y al terminar el bedel pronunció las tradicionales bendición para la esposa, los hijos, los presentes y mi marido le pidió que agregara una bendición para las mujeres maltratadas y otra para las mujeres cuyos maridos les niegan el divorcio, por un momento hubo un momento embarazoso en el que el buen hombre, no supo que hacer y fue mi marido quien tuvo que dictarle la sencilla fórmula de «quien bendijo a nuestros padres Abraham, Ytzjak y Yaakov, bendiga a las mujeres maltratadas». Nada más, nada menos, tres palabras que cambiaron un momento. Quebraron el gesto vacío. Y provocaron que quienes estaban viendo u oyendo lo que sucedía quedaron desconcertados. No entendían que sucedía. Deconstruyeron el lenguaje. Desautomatizaron el discurso. No sólo el bedel quedó perplejo. También quienes lo rodeaban y aquellos que fueron elegidos para conducir los destinos del oratorio.
No pude más que esbozar una sonrisa de satisfacción desde mi lugar, en el primer piso en la galería de las mujeres y ver como algunas de las asistentes, se miraban sin entender que estaba sucediendo. Agradecí a Dios por el acto de mi compañero, que en circunstancias más normales debería ser parte de la rutina, por su valentía. Sonreí por la felicidad de ver a mi hijo allí presente escuchando a su padre pedir la inclusión en las bendiciones a las mujeres que más lo necesitan, desafiando la práctica hueca. Sonreí porque debemos recorrer juntos, hombres y mujeres el camino a un judaísmo vivo, que no renuncia a su misión de justicia social.
Y un pequeño paso, que en otras circunstancias sería intrascendente puede hacer la diferencia por lo menos en otro de los grupos que prefiere no ver lo que sucede a su alrededor.
La violencia de género no es un tema de mujeres, la negación del divorcio no deja de ser una forma de violencia y maltrato psicológico hacia la mujer. Eso tampoco es un tema de mujeres. Debemos enseñarles a nuestros hijos varones que no hay prerrogativas ni privilegios que puedan suponer el dominio del otro, mujer en este caso.
Pensareis que soy ingenua. No. Pero soy optimista porque muchos hombres y mujeres sabemos que queremos un judaísmo de vida. Soy optimista porque debemos comenzar a dar los pasos. En cada sinagoga que resuenen estas palabras un Shabat tras otro, se irá haciendo surco, se pasará un mensaje que rompe el silencio de las invisibles, de las ausentes.
Soy optimista. Sé que estamos en el camino.
Nuestra voz habla la angustia de las silenciadas.
Nuestra voz elevará la voz de las enmudecidas y ayudará a quitar las mordazas de sus bocas y las vendas de nuestros ojos.