Por Jenny Asse Chayo
El libro que he creado es imperfecto. Para Mí ha llegado el fin de toda carne. Construirás el libro que habrá de salvarte. Entraron en él: aves, reptiles, bestias del campo, macho y hembra, y las sillas y las sombras y las raíces y las plumas, el fuego, una familia de rostros y un puñado de polvo. Bajo la cubierta de las páginas escucharon la tormenta. Y se mojaron de la ira de Dios. Porque Él perdonó la simiente de la letra que habría de fundar nuevamente el mundo.
Año seiscientos, día diecisiete del segundo mes, se rompieron las fuentes del gran abismo, las ventanas de los cielos fueron abiertas.
La lluvia moja los pliegos de su cuerpo. Las letras se derraman. Las palabras escurren por tu piel. Te tocas. Se entintan tus dedos. La narración se diluye. Se deforman las huellas de tu historia. Borrada, no imaginas quién volverá a reescribirte.
Sus manos,
el aliento de Su boca,
la tinta en los resquicios de Sus uñas
mi cuerpo papel
escribe Su nombre.
Y ahí comienzo.
Cuarenta días y cuarenta noches las aguas descendieron para corregir lo escrito. No quedó huella de la culpa de los nombres; su memoria fue río. Silencio los huecos de su carne.
No cesa la lluvia en tu pensamiento. El oscuro diluvio de las letras. El arca está cerrada y tu te expones a la tormenta, días y noches. Interminable, tu cuerpo es lágrima. Te derramas, te fundes con el agua. Y no puedes, aún, morir: el mar espera tu nacimiento.
Lluvia en los meses de mi piel
Su voz humedecida moja mis silencios
en la carne, se abre el abismo.
Su lengua repta en mis vacíos;
sangro.
El Libro se derrama,
mi nombre espera en la cresta de las aguas.
Y se acordó Dios del Libro y de las criaturas que en él habitaban. Evocó la memoria de la muerte, la matriz hendida. Hizo pasar un viento sobre la tierra y bajaron las aguas. A los diecisiete días del séptimo mes, se cerraron las fuentes del abismo y las gargantas del cielo.
Negro tu nombre aguarda. Mueren los hombres en tu mirada. En tu lengua agoniza el mundo. Tierra velada en la raíz del agua. Anegas. Persigues el libro que se diluyó en tu memoria. Buscas una señal: páginas secas donde puedas esbozar los trazos de tu esperanza.
Día primero del décimo mes: aparecieron las cimas de las montañas y el eco de las sombras que partieron.
Y envió el cuervo que voló, yendo y viniendo, hasta que se secaron las aguas sobre la tierra.
Todavía la noche en este cuerpo,
los meses del temporal
incrustados en tu ausencia.
Fuego, tierra mojada.
Me han borrado la historia.
Blanca perdura la tierra bajo la lluvia. Sed de morder, hambre de olivo.
Tus labios comienzan en mi carne;
la paloma voló y tú te posaste,
deseo invertebrado,
en este llano hambriento
me originas otra.
Profunda la paloma se deslizó en el Libro; una letra de hierba llevó a Noé en su pico. Año seiscientos uno, día primero del primer mes, se secaron las aguas sobre la tierra.
Mirada de página, recomienzas.
Escribes en mi epidermis,
trazas los signos de tu anhelo.
Rásgame despacio, capa por capa
hasta encontrar mi nombre,
siente en tu pecho el primer latido,
de mis letras el último deseo.
Día veintisiete del segundo mes: El Eterno ha secado las páginas del mundo. Mientras perdure el Libro, no cesarán el tiempo de la siembra y el de la cosecha, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche. La tierra espera.