por Silvina Chemen
Estamos festejando Jag HaShavuot. Estamos simbólicamente parados al pie del monte Sinaí para volver a celebrar el pacto. Pacto que se renueva cada año, no precisamente porque la Torá haya sido entregada, sino por los que deciden volver a presentarse en aquel monte y abrir sus brazos para recibirla.
Shavuot es la fiesta de las semanas, siete ciclos de siete días, siete estaciones en el tiempo. Tiempo que contamos cuidadosamente desde que se nos entregó la libertad, libertad física de los que nos esclavizaban y sometían. Y luego de la salida, un tiempo para reconocer y decidir liberarse de lo que internamente nos explota y nos silencia. Dos libertades, que se funden en el tiempo y se coronan con la entrega de las tablas de la alianza.
Shavuot–semanas.
Shevuot–promesas.
La fiesta a la que llegamos después de tomar conciencia del paso de cada día, después de recuperar los sentidos de la libertad que recibimos en Pésaj, es la celebración de una nueva promesa:
Prometer.
Com-prometer. Prometer con el otro.
Es la oportunidad de volver a pactar nuestro compromiso con lo que estamos recibiendo. De volver a pensarnos en el desierto. Despojados de las urbanidades que a veces nos ciegan, nos confunden, nos exilian.
Volver a aquel lugar. El desierto que se constituye cuando todo se vuelve incierto, para pactar nuevamente con el texto que es agua, nube, abrazo, compañía, horizonte.
Volver a aquel lugar. Y recibir la palabra en la piedra:
בַּעֲלֹתִי הָהָרָה, לָקַחַת לוּחֹת הָאֲבָנִים לוּחֹת הַבְּרִית
“Yo había subido al monte a recoger las tablas de piedra, las tablas de la alianza”,
Dvarim-Deuteronomio 9:9
No es el oro, ni el bronce, ni el mármol, los materiales elegidos para posar la palabra divina.
Sino la piedra.
Así tampoco fue el monte más alto, ni la geografía más frondosa los escenarios en los que Dios decidió revelarse.
Quizás el secreto de la revelación es trascender la valoración de los objetos que tenemos delante.
Así pasó con Moshé. Caminando por el desierto, pasa delante de un arbusto que se está quemando –como tantos arbustos insignificantes que arden por el calor del desierto–.
Sin embargo, él decide que esa imagen ordinaria, era digna de ser mirada y tomada en cuenta: se detiene a ver qué pasa con ese arbusto que aún ardiendo no se consume.
Fue la capacidad del asombro la que posibilitó que Moshé escuchara la voz de Dios. Fue su actitud de trascender el límite del objeto lo que cambió la historia del pueblo de Israel.
Así nos sucede hoy, en este Shavuot, como lo fue entonces.
Somos convocados al desierto. A lo inhóspito, a lo que poco tiene de atractivo, para trascender el lenguaje de lo que se consume, se compra, se adquiere.
Estamos a punto de recibir lo más preciado, cuyo valor de cambio no es el dinero ni las posesiones, sino la voluntad de recibir, la capacidad de ver más allá, la humildad de pararse junto con el otro, y ser uno, frente a Él.
Por eso la piedra. Tablas de piedra, el material más vulgar que se podría encontrar en el desierto. ¿Qué es la arena sino piedra molida por el viento? ¿Qué son las montañas y los peñascos, más que piedras que soportan silenciosamente la crueldad del sol y la helada de la noche?
Piedra.
Even.
Alef-Bet-Nun.
Tres letras, que nombran al material más simple.
Tres letras y toda la sabiduría en ellas.
Av-Padre
Ben-Hijo
La palabra de Adonai se revela cuando se posa en la presencia compartida de padres con hijos, de maestros y discípulos. El texto se hace Torá cuando quienes están allí abajo, al pie del monte renuevan el pacto de transmisión.
Prometen y se comprometen a hacer de la Torá: Av-Ben; diálogo entre generaciones, encuentro, desafío, poesía.
Nos deseo a todos, que en este Shavuot, tengamos el mérito de recibirla.
¡Jag Sameaj!