Por Silvia Cherem S.
Las agunot, mujeres encadenadas por mandato
Prólogo a la edición española de futura aparición libro ‘La Agune’ de Chaim Grade; traducido del idish por Shulamit Goldsmit, está en proceso de impresión por el Programa de Cultura Judaica de la Universidad Iberoamericana.
Jaim Grade (Vilna, 1910-Nueva York, 1982) —a quien Elie Wiesel calificó como uno de los más grandes novelistas en ídish: “quizá el más grande”, dijo, ubicándolo junto a Isaac Bashevis Singer o Sholem Aleijem— escribió en 1961 Aguná y atrajo, con esta novela ácida y deprimente, los reflectores a un tema trágico que aún es vigente en la ortodoxia judía: el de las agunot. Mujeres que, bajo la ley rabínica tradicional, tienen prohibido volver a casarse bajo la excusa de que “su marido no les concedió el divorcio”, o en el caso de Merl, la protagonista de esta historia, varada en un limbo de indefinición y amargura, por carecer de testigos confiables que pudieran certificar su viudez, la “muerte oficial” de su amado, debido a que tuvo la mala suerte de que todos los miembros de su pelotón fueron aniquilados en un mismo momento, sin dejar testigo alguno.
Merl, la costurera, aguardó el retorno de su amado Itzkik Tzwilling, el carpintero, durante veinte años.
Permaneció ella “encadenada” dos décadas —esa es la traducción literal de aguná. Es decir, vivió a la espera durante veinte años, presa de sus recuerdos, de su soledad. Al cumplir 36, finalmente accedió a rehacer su vida y se enfrentó a la dictadura rabínica de Vilna, la Jerusalem lituana, la Corte Negra de ese pueblo chico en manos de un rabino amargado y rígido llamado Reb Levi Hurwitz.
Página a página, Merl es arrollada por intereses mezquinos, confabulaciones y arbitrariedades con las que la arrinconan, estigmatizan, tachan de adúltera, acosan y condenan, hasta negarle el derecho a la vida misma. “Todos en el pueblo sienten que no tenemos un grado de piedad en nuestros corazones”, señala un pueblerino, ante el curso de las acciones de la novela.
En Aguná se cuestiona el peso de la ley sobre la vida. La ley, sobre la empatía y la compasión. La ley, sobre la cordura y la sensatez. La ley por encima de la piedad. La excusa del to-do-po-de-ro-so-que-im-po-ne-sus-de-sig-nios, poniendo al filo preguntas esenciales: ¿cuál es el sentido de la religión? ¿Cuál es el lugar de la mujer en la sociedad?
La historia, bien escrita y articulada, desprende imperativos éticos vigentes en la modernidad del siglo XXI. Pone el índice acusador en lo que acontece en algunas sociedades ortodoxas, cuyos rabinos autoritarios siegan la vida individual de las mujeres, la vida misma que debería de ser parte cardinal de la esencia judaica.
Grade tensa la trama para permitir al lector entender el piso resbaloso del dogmatismo religioso, del machismo y el despotismo, tan vigentes hoy como ayer. A fin de buscar empatía y permitir al lector entender la gravedad del caso de las mujeres, supeditadas a la misericordia de las autoridades, Grade dibuja otras situaciones del proceder de los rabinos, seres humanos que, en la mayoría de los casos, toman decisiones aferrándose a uno u otro comentarista de la ley, desdeñando que, en el judaísmo, las preguntas y las dudas son más valiosas que las respuestas mismas.
Rab David Zelver, rabino compasivo del relato, está dispuesto a liberar a Merl, aunque lo tilden de apóstata. En franca rebeldía, con inteligencia y autonomía, no se somete al poder de sus superiores por el simple hecho de acatar un orden jerárquico. Cuando vio a su pueblo morir de inanición, fue capaz de romper el shabat mismo, es decir, de convocar a su congregación para que llevaran monedas al shul a fin de comprar comida para los necesitados. Su argumento parecía incuestionable: “Si un pedazo de pan llega a tiempo para salvar a un único niño de la inanición, habré salvado no sólo al niño, sino el honor del Eterno”. Asimismo, para evitar que su comunidad siguiera debilitándose y el cólera continuara su oleada de contagios, autorizó comer en Yom Kipur y no circuncidar a los niños, algo que fue calificado de anatema, y que hoy, en tiempos de pandemia, entendemos a la perfección.
Zelver pagó cara su independencia, pero nada lo disuadía de su objetivo: entender y responder con flexibilidad a los dilemas morales y humanos de su tiempo. Su inteligencia y su intuición le dictaban el camino. Ajeno a la politiquería, los celos y los abusos del poder, reconoció la urgencia de mirar con compasión y sabiduría los ojos de los otros, la exigencia de tomar decisiones difíciles para salvar al pueblo de la muerte porque, desde su óptica, resultaba más sagrada la vida, que cualquier “mandato sacro”, aunque fuese el Día del Perdón o el pacto de Dios con Abraham mismo.
El texto de Grade, no exento de venganzas y traiciones, tensa la cuerda. Los otros rabinos, todos mayores, quizá más estudiados, pero poco empáticos, no fueron capaces de ver más allá de sus libros y de su despotismo ilustrado. Subyugando a su rebaño como en un imperio, se olvidaron de la piedra esencial del judaísmo: el compromiso con la vida. Descuidaron ellos la discusión, la obligación de afilarse como “el hierro sobre el hierro”, es decir, el deber de cuestionar y entender situaciones y circunstancias, de comprometerse con el estudio a partir del diálogo con los otros, del careo con la realidad. Se olvidaron de que en el judaísmo no hay verdades absolutas, no hay imperativos categóricos, sino múltiples voces a partir del texto, el intercambio de ideas y la observación del entorno cotidiano.
En el judaísmo, una religión que promueve el pensamiento crítico, el razonamiento, la argumentación analítica y el intercambio de ideas, no hay verdades monolíticas. En teoría pesan por igual la colectividad, que ha sobrevivido por su capacidad de adaptarse a las circunstancias y mantenerse unida, y las necesidades del individuo; sin embargo, en la práctica, es decir en el mundo de los mortales, no siempre prevalece el balance justo.
A veces, como sucede en la novela y en muchas sociedades que bien superan el argumento de la ficción, el autoritarismo se impone por decreto. En este caso, arrinconando a las mujeres, excluyéndolas de la justicia, de la posibilidad de hacer valer su voz y su libertad. Mujeres que han dado a luz a la humanidad entera, pero que, a ojos de algunos hombres con poder, son seres inferiores, incapaces de cincelar las leyes y las palabras, la libertad y la autonomía, entidades supremas de la existencia misma.
Hilel y Shamai se necesitan porque ambos son la misma fuerza del Dios viviente, pero, quizá, a Hilel y a Shamai, que no pueden vivir uno sin el otro, también les falta escuchar la voz femenina: mujeres que procreamos, mujeres que somos la mitad de la población, mujeres que también pensamos y padecemos. Mujeres como Merl, víctima de sus sombrías circunstancias.
El problema de las agunot es tan brutal, es tan certero en el mundo de la ortodoxia judía contemporánea, que aún hoy, en pleno siglo XXI, más de una congregación ha buscado salidas para superarlo: firmar acuerdos prenupciales para liberar a priori a la mujer del yugo del matrimonio, a sabiendas de que por ley halájica sólo el hombre puede dictar el divorcio o la condición de viudez. De ese modo, con un acuerdo premarital que se firma al signar la Ketuvá, se libran de facto de lo señalado en Deuteronomio 24:1-4, donde se coloca la iniciativa de la separación de una pareja sólo en la voluntad de los hombres.
Por suerte, los tiempos van cambiando. La Revolución Femenina, la gran revolución de todos los tiempos, ha hecho mella en todos los ámbitos y ya no es un pesar ser mujer o tener una hija, mucho menos acceder a educación secular o asumir la libertad.
En este contexto, es un acierto que Shulamit Goldsmith haya emprendido la tarea de traducir del ídish esta importante obra, de poner aún más el dedo en la llaga para entender la realidad de algunas mujeres que, todavía hoy, viven sometidas en un limbo de incomprensión. Asimismo, sirva ésta para conscientizar a los hombres de que situaciones como éstas aún suceden y que bien harían en asumirse “feministas”. Sobre todo, para empoderar a quienes son víctimas de fantasmas y prejuicios, de castigos fatales, sin haber cometido ninguna falta.
Posdata: una curiosidad al margen
El nombre real del gran escritor Shmuel Agnon, Premio Nobel de Literatura 1966, quien insertó la literatura hebrea en un entorno universal y puso a Israel en el mapa de la cultura universal, era Shmuel Yosef Czaczkes. Hijo de un rabino y de una alemana volcada a la literatura, Shmuel comenzó a escribir en hebreo desde muy temprana edad.
Inspirado por el sionismo, inmigró a principios del siglo XX a Palestina, donde siempre fue un judío observante. Su primer cuento, publicado en Palestina en 1908: “Agunot”, esposas encadenadas, se publicó con el pseudónimo Agnón, derivado de agunot, y ese nombre hebreo se convirtió en su apelativo como escritor. Hay un símbolo en ello. Quizá hubo la intención, de mostrar que vivió “encadenado”, inserto en mundos contradictorios, atrapado en realidades inconexas, discordantes, como las mujeres desarraigadas que viven en un limbo de indefinición, condenadas e incompletas, sin poder ser solteras, viudas o casadas al interior de las comunidades ortodoxas a las que pertenecen.
Agnon vivió las antítesis que imperaron en su cuna y en su tiempo. Manifestó la lucha que bullía en su interior, las claves de su desarraigo: el misticismo jasídico del padre, versus el racionalismo de su madre; la tradición judía contrapuesta a la modernidad. El lenguaje de la Biblia y el Talmud, la Torá y los juicios rabínicos de los que nutrió su pensamiento crítico, encarados con los dramas psicológicos que se vivían como resultado del drama de construir una nación y enfrentar el Holocausto. El pasado, la lengua y la tierra que se tropezaban, en su continuo peregrinar, con fracturas, incendios y pérdidas. Con esas cadenas del exilio y la indefensión que impiden pertenecer. Sujetarse al mundo.
Agnón es un símbolo de cadenas opresivas, como las mujeres agunot.
En específico, la obra que hoy nos incumbe, da fe de la hipocresía y la doble moral que a veces aflora entre quienes dirigen el rumbo, el poder y el autoritarismo bajo la justificación de rendir potestad a los textos milenarios.
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