Por Ethel Barylka
0ct. 2021
«Y he aquí, yo traeré un diluvio sobre la tierra, para destruir toda carne en que hay aliento de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra perecerá» (Bereshit 6:17).
No hay duda que el episodio del diluvio nos presenta muchas preguntas.
¿Cómo es que apenas terminamos de leer acerca de la Creación y ya estamos leyendo acerca de la destrucción del mundo? ¿Acaso Dios desea destruir su propia obra? ¿No sería eso reconocer que se ha equivocado? ¿Y si el problema es el hombre porqué destruir a toda «carne en que se encuentra un aliento de vida»?
Una posible dirección de respuesta nos da Rav Shimshón Rafael Hirsch[1] al interpretar la palabra MABUL – diluvio- como derivada de la raíz N-B-L – nabal– que podría traducirse como marchitar, percudir, envejecer, decaer, contaminar. La decadencia de toda vida… Dice Shimshón Rafael Hirsch allí, es lo que provocó el Diluvio, acelerando algo que de cualquier modo sucede en la vida orgánica. Únicamente aceleró el proceso natural, e Hirsch ve en esto un punto de luz. No se trata de una destrucción absoluta sino de un fenómeno como el de las flores que se marchitan y más tarde vuelven a brotar, a surgir, a renacer, a manifestarse, y alumbrar, como para poner a cero; volver a empezar, reanudar, restablecer, volver a arrancar; reposicionar, “resetear” el mundo.
¿Para qué es necesario re-comenzar?
Terminado el diluvio viene el pacto. De una manera asombrosa la Torá nos cuenta que Dios habla consigo mismo:
«y dijo el SEÑOR para sí: Nunca más volveré a maldecir la tierra por causa del hombre, porque la intención del corazón del hombre es mala desde su juventud; nunca más volveré a destruir todo ser viviente como lo he hecho.
Mientras la tierra permanezca,
la siembra y la siega,
el frío y el calor,
el verano y el invierno,
el día y la noche,
nunca cesarán.»
Terminado el diluvio quedan establecidas las leyes de la naturaleza, el ciclo de las estaciones, el verano y el invierno, los ciclos.
Dios se compromete a no intervenir más, como si se dijera a sí mismo, ahí está el mundo, esas son sus leyes y voy a dejarlo vivir a su ritmo, del mismo modo que lo hace con el hombre.
El diluvio no corrige al hombre, no hay ninguna señal de que el hombre haya mejorado, por el contrario, Noé sale del arca, planta una vid. Bebe, se emborracha y somos testigos de un episodio bastante oscuro, que está ubicado en el ámbito de la sexualidad y el instinto.
Poco queda de aquella primera creación idílica, en el Edén. Esta refundación de la humanidad, parece ser más realista, más humana en el sentido que será el hombre quien deberá hacer el recorrido.
Yeshayahu Leibowitz[2] apunta el hecho que no en vano solo después del Diluvio serán dados los mandamientos, y no se entregaron al primer hombre.
El hombre que está en un mundo edénico, sobrenatural, no regido por las leyes de la naturaleza, no puede ser preceptuado, ni puede cumplir mandamientos como su manera de obedecer a Dios.
El hombre ubicado después del diluvio en la esfera de la naturaleza, es el único ser que puede actuar conscientemente sobre la realidad y sobre sí mismo.
Noé como ya nos lo presenta la Torá no era un justo, mucho menos un santo, era un justo en su generación. Era mejor, comparado con los demás, pero aún estaba lejos de ser el hombre que descubriría el significado de una vida con sentido ético.
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